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Kema

Santiago Capriata

Hasta los siete años a Franz Kafka lo llevó de la mano un miedo: todas las mañanas la cocinera que trabajaba en su casa lo arrastraba hasta el colegio amenazándolo con que iba a contarle al maestro lo mal que se portaba. Kafka le tiraba de la ropa y se negaba a avanzar. Cuando por fin arribaban a la escuela, ella sonreía y se iba sin decir palabra.


De chico, cuando caminaba por las calles de Praga, siempre que lo dejaban se detenía en una vidriera para observar un cuadro en el que había una pareja de amantes.

Los amantes no estaban dándose un beso. Estaban suicidándose.


En su casa, durante las cenas devoraba más gritos que alimento. Su padre lo retaba por la forma de comer, le decía que era un cerdo y brindis a brindis se sacaba los tirantes de la camisa para apoyarlos sobre el respaldo de la silla, por si hacía falta.


Ya de grande, Kafka llegó a masticar hasta más de 70 veces antes de tragar.


En una carta que le escribió a su padre muchos años después le reconoció que por su culpa había perdido "la facultad de hablar". También le recordó cuando en una ocasión lo levantó de su cama, lo llevó a la entrada, le cerró la puerta y lo dejó solo en la galería en plena noche, en pijama frente a los vecinos. Todo por pedir una y otra vez un vaso de agua.


Así no era muy difícil imaginarse como un "monstruoso insecto". Lo cierto es que luego de publicar "La metamorfosis", a él lo siguieron aplastando. Un lector le pidió a través de una carta que por favor le explicara el relato: ni siquiera sus familiares lo habían entendido.


Kafka podía permanecer 18 días seguidos encerrado en su habitación, únicamente respondiendo inquietudes y mirando por la ventana. Al salir de nuevo al mundo enfilaba a las colas de gente con peligro inminente. Donde creía que podía correr sangre, allá iba y formaba él también. Asumía una ventaja: era judío cuando la época prohibía serlo.


Demoró décadas en confesar que se sentía mejor en el cementerio que en la ciudad.


Seguía revisando que el colchón donde se acostara estuviese perfectamente limpio, como lo hacía minuciosamente jornada tras jornada, cuando una madrugada de 1917 manchó de sangre toda su almohada. Ése fue el primero de los vómitos que padeció hasta su muerte, siete años más tarde.


A Kafka, que lanzaba los billetes que ganaba a la hornalla de la cocina, que se comprometió tres veces y las tres rompió los votos a días de casarse, que nunca consiguió independizarse de sus padres, que se describió a sí mismo como una lombriz, que le pidió a su editor que quemara toda su obra, y que terminó confundiendo al doctor con su propia hermana, la tuberculosis pulmonar le subió por la laringe hasta matarlo de hambre.


La última decisión que tomaron los médicos aquel día fue colocarle una bolsa de hielo en el cuello.


A Franz Kafka la garganta le ardía.


Eran las palabras que tenía atragantadas.

2 comentarios


Invitado
03 jul 2023

Siempre sorprendiendo con tus textos 👏👏

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Invitado
03 jul 2023

sos crack Santi

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