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El incendio

Santiago Capriata

En uno de esos sábados en los que su madre lo mandaba a estudiar la Biblia a la casa de un rabino, Marc Chagall entendió que las alegrías requieren muchas veces de una furia previa: el perro del rabino lo mordió y le contagió la rabia. En el hospital, los médicos le apostaron cuatro días de vida, no más. Pero fueron más, muchos más, y allí, en el hospital y por la rabia, Chagall sonrió al ver por primera vez lo que era un juguete: nunca le habían regalado uno.


En la pequeña aldea donde él creció, en la ciudad de Vitebsk, actual Bielorrusia, la diversión olía a mármol: su familia festejaba el calendario entre plegarias, altares y sinagogas. Chagall también miraba hacia arriba, pero para rezarle a otro santo. Por las noches subía al tejado de su casa para observar las estrellas que convidaba el cielo.


Mundo abajo, se iluminaba para mentir. Cuando en los días de ayuno le preguntaban si había respetado la regla, él afirmaba. Nadie podía ver en su estómago los pedazos de manzana que robaba y devoraba. Después, durante las madrugadas, no conseguía dormir: juraba ver en la oscuridad la silueta de su tío llevando el taled.


Quizás aquel era el mismo tío que, ya como pintor, le tendía la mano desconfiado. Porque eso de las paletas de colores y los caballetes de madera, en la aldea y en su familia, mejor evitarlo. Cuando Chagall manifestó que quería inscribirse en una escuela de arte su papá le dio la plata. En realidad se la tiró. Las monedas rodaron por el suelo hasta el patio de la casa. Su madre, al contemplar las obras que brillaban en las paredes de la escuela, le dijo que nunca podría hacer cosas semejantes. Pero Chagall iba haciendo y llegó la fecha en la que hizo, también, su primer desnudo. La obra duró poco colgada en su habitación: ordenaron bajarla ni bien la descubrieron.


Las telas que él coloreó en los dos primeros meses de taller sirvieron de alfombra para que todo aquel que entrara a su casa se limpiara las suelas de los zapatos.


A los 20 años y sin el apoyo de nadie se trasladó a San Petersburgo para continuar su formación artística. Alquiló una habitación que no disponía de cama para él solo y compartió el cuarto con un borracho que en las noches corría a su novia por los pasillos del lugar. La corría, eso sí, con cuchillo en mano.



Algo de filo le habrá sacado Marc Chagall a su arte, porque ese joven al que le resultaba imposible dibujar el contorno de una simple nariz, que tartamudeaba en el colegio, que fue diagnosticado de loco por sus parientes y que se embriagaba cerca del sitio que ocupaba su abuelo en la sinagoga fue el mismo que en décadas posteriores la Alemania nazi censuró al considerarlo “degenerado”, que realizó tapices para el Parlamento de Israel, que decoró el techo de la Ópera de París, que se convirtió en el primer artista vivo en exponer sus lienzos en el Museo del Louvre, que vendió cuadros por más de seis millones de dólares y que pintó “La crucifixión blanca”, una de las obras favoritas del Papa Francisco.


El 7 de julio de 1887, en el mismo instante en el que él nació, alguien gritó “¡fuego!” en la ciudad de Vitebsk.


Las casas aún conservaban su forma, pero el bebé no había llegado solo.


Consigo, Chagall traía un gigantesco incendio.


Pronto lo haría saber.

3 Comments


Guest
Mar 28, 2022

Excelente narrativa!!!

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Guest
Mar 28, 2022

Encantado con este texto 😀

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Guest
Mar 28, 2022

qué bueno cheeee!!!😊

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