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Cada vez que miro los dedos meñique de mis manos, muy muy doblados, recuerdo cuando mi papá los vio por primera vez y pensó que tenía una enfermedad congénita.
Cada vez que miro mis dientes chuecos y apiñados recuerdo los esfuerzos para arrancármelos en afán de que el Ratón Pérez hiciera el canje lo antes posible.
Cada vez que miro mi ceja izquierda convertida en biceja recuerdo la pared de cerámica que se puso en el medio cuando quise aprender a andar en bicicleta en dos rueditas y no en cuatro.
Cada vez que miro la cicatriz a un costado de mi cintura recuerdo la carrera de 100 metros que perdí en la escuela y el salto final para quedar primero pero en puntos de sutura.
Cada vez que miro la uña negra en mi pie derecho recuerdo el tapón del botín que una mañana me sacó de quicio pero no de la cancha.
Cada vez que miro mi espalda minada de pequeños queloides recuerdo los granos que prendieron fuego mi piel y mi estima durante la adolescencia.
Y cada vez que miro mi cuerpo entero en el espejo del baño, vestido con ropas, relojes, anillos y gorros, listo para cruzar la puerta e ir a impresionar al mundo, no recuerdo nada de nada. Pero así salgo a la calle, borrado de manchas, de marquitas y de algo que también soy yo, a mostrar solamente una mitad de mí.
Porque es así: ningún espejo quiere soltarle la correa al reflejo que lo parte.
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