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Un hospital, una terapia intensiva, un par de tubos de oxígeno, unas camas, unas miles de sondas, un millón lágrimas, él y yo:
-–Gracias por haberme enseñado lo que era una pelota.
El día que vi por primera vez a Carlos Gabriel Ballesteros supe que era un león.
Pero un león inusual: él, a diferencia de los otros, no tenía una melena rubia, pomposa, bellísima, sino una con pelos negros y enrulados que le caían sobre la espalda. Yo había cumplido seis años. El no superaba los 30.
En la cancha de El Talar, uno de los clubes del barrio, me pasó por primera vez y bien despacito algo llamado pelota para que pudiera patearlo. Cuando lo hice, reventé el travesaño. Su cara se transformó al instante. No sé si fue por susto o por sorpresa, pero a la mañana siguiente me vestí por primera vez de jugador de fútbol. Con un pantalón que llegaba hasta el suelo salí a disputar el partido que luego ganamos por 2-0. Al final de aquella jornada, cuando ya no quedaba ningún chico en el vestuario, se acercó y me chocó los cinco.
En esa explosión de manos comenzó todo. Porque luego de eso, la categoría 93 en la que yo jugaba y él dirigía salió campeón de ligas, copas y hasta torneos de verano. Nos apodaron "Los Leoncitos".
Madres, padres, tíos y abuelos iban en caravana a vernos jugar. A nosotros, pero también a él, porque Carlos Gabriel Ballesteros no necesitaba dirigir al Barcelona para que radios y revistas lo entrevistaran. Le bastaba con darles indicaciones a siete chiquilines que despedazaban a equipos como el de Parque, el club más temido de la zona, con resultados de 7-1.
Los jugadores rivales, con nosotros, siempre salían llorando. Y los padres rivales, con nosotros, siempre salían aplaudiendo. A Carlos Gabriel Ballesteros se le encendían los ojos.
Todavía mi memoria recuerda el día de las disculpas. Era una final. Empatábamos 1-1. Faltaban cinco minutos para los penales. Hubo un grito que rebotó más fuerte que los demás: "Cambio, juez". Y el cambio fue por mí. Perdimos 2-1 en la última jugada. En el vestuario, Carlos Gabriel Ballesteros reunió a todo el equipo y reconoció, según él, que "se había equivocado" al sacarme. Lo dijo con la tristeza de un novio al descubierto, sólo que él no era un novio. Él era un director técnico que le pedía perdón a un nenito de seis años.
Los goles, los abrazos y las sonrisas continuaron muchos campeonatos más, hasta la noche en la que tuvimos, él y yo, el primer cortocircuito. Estábamos entrenando, veníamos de perder un par de partidos decisivos, y a mis pies se les dio por amasar la pelota cerca de un lateral. Carlos Gabriel Ballesteros, ubicado a centímetros de la jugada, me dijo una verdad que recién iba a certificar años después:
-–Largala, la pisás como el orto.
Mi respuesta fue gráfica y también hablada: primero, mirándolo a él, tiré la pelota a la mierda y me sujeté bien fuerte los genitales. Y después, también mirándolo a él, lo invité a que me chupara un huevo.
Ahora no recuerdo si me echó del entrenamiento o no, pero es lo más probable.
Luego de esa pelea, El Talar perdió el encanto y me fui a probar suerte a cancha de 11. Platense, All Boys, Vélez y Comunicaciones fueron los clubes por los que anduve durante varias temporadas. Todos, después de un tiempo, me ofrecieron un papel con dos palabras y 12 letras:
"Jugador LIBRE".
O sea, "el fútbol no es lo tuyo, pibe".
De esta forma comprendí a los 17 años que Carlos Gabriel Ballesteros tenía razón: la pisaba como el orto.
Entonces lo busqué.
Él estaba en un club llamado Arquitectura que nada tenía que ver con planos y con maquetas. En aquella institución se podía jugar al fútbol, y mejor, se podía jugar cancha de 11.
Allá fui.
Cuando lo vi por primera vez por segunda vez nos abrazamos muy fuerte y mucho.
–Quedate, obvio. Pero vas a tener que ganarte el puesto –me aseguró.
No dijo que ganarme el puesto iba a costarme, en realidad, dos entrenamientos.
Repitiendo lo de El Talar, salimos campeones una y otra vez. Ya habíamos alcanzado el 29° torneo juntos cuando la enfermedad metió su primer gol. "Cáncer", dijeron los médicos. Y así comenzó la goleada.
No obstante, la goleada no sabía a quién se enfrentaba.
Carlos Gabriel Ballesteros, mi entrenador elegido, mi maestro de siempre, mi guerrero preferido, estuvo más de cinco años con la muerte encima. Soportó alrededor de 40 sesiones de quimioterapia y nunca dejó de pensar en nosotros, sus jugadores: desde el hospital, con mil agujas clavadas en el cuerpo, él nos anunciaba la formación del equipo a través de su celular. Pero los días de partido, siempre ocurría lo mismo: aparecía por la cancha, nos confesaba que se había escapado del sanatorio, que lo habían perseguido los médicos y que ni en pedo volvía "a ese lugar de mierda". Así, ratos después, se ubicaba detrás de la línea de cal y gritaba como si fuera un hipopótamo. No lo paraba ni el calor más sofocante ni el frío más helado.
Hace algunas semanas, a Carlos Gabriel Ballesteros lo fui a visitar a la casa. Postrado en una silla de ruedas me explicó que tenía la vista debilitada y que se había propuesto alcanzar una nueva meta: mover, aunque sea y muy despacito, los dedos de los pies.
Lo había notado animado.
Pero ayer al mediodía sonó el celular. Era Valeria, su mujer:
–Carlos está muy grave.
En minutos, todo el plantel de Arquitectura se trasladó al hospital Tornú, donde él estaba internado. Las horas duraron siglos. Sin embargo, a eso de las 19.00, los doctores anunciaron:
–Vamos a operarlo. Hay un 99% de probabilidades de que muera durante la cirugía.
Para Carlos Gabriel Ballesteros ese 1% no era un milagro. Él era un milagro.
Por eso no solo salió vivo de la operación, sino que después les ganó a dos paros cardíacos que quisieron sacarle la noche. Eso sí que no: ni siquiera la muerte pudo arrebatarle el último sueño.
Hoy a la mañana, después de vencer a la noche, Carlos Gabriel Ballesteros se nos fue a todos y a todas.
Meses atrás había dirigido su último partido. Esa misma tarde yo volvía de una lesión y fui al banco. Me puso a los 25 minutos del segundo tiempo. Íbamos ganando 1-0. Cuando entré, empecé a dormir el partido aguantando la pelota y ganando faltas en mitad de cancha. A Carlos Gabriel Ballesteros jamás le gustó especular. Por eso, la indicación que me dio esa tarde fue la siguiente: "Santi, para adelante. Vamos. Siempre para adelante". Me gritó eso desde que ingresé hasta que el árbitro pitó el final. Por dentro, lo re cagué a puteadas. Por fuera, ya con la victoria metida en nuestros botines, le dije que estaba equivocado, que a veces es conveniente la pausa.
Hoy descubrí, otra vez, que Carlos Gabriel Ballesteros tenía razón.
Aquel día no me había dado la última indicación de su vida. Me había dado, para siempre, una lección de vida.
–Para adelante, Santi. Siempre para adelante.
Buenos Aires, 26 noviembre de 2015.
Hola santi! Hermoso relato me hizo emocionar mucho, soy seba aquino de la cat 92, me llevaste a mi infancia y llore un poco, un saludo grande, suerte!