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El día que Joaquín vio por primera vez que Agustina lo estaba mirando no salió al recreo. Sus amigos ya le habían anticipado que un chico de tercer grado lo esperaba, después del segundo timbre, en la entrada de los baños. Tenía, según sus amigos, la última figurita que le faltaba para completar el álbum.
Joaquín jamás había llenado uno. Sus amigos sí. Por eso su búsqueda personal ya consistía en una causa común. No sólo sus compañeros de cuarto grado, sino también algunos de los profesores, lo ayudaban jornada a jornada a pegar adhesivos. De hecho fue Lucas, el de Matemáticas, quien le jugó una pulseada a un grandulón de séptimo para conseguir la anteúltima figurita.
En su casa, Joaquín cerraba la boca. Cada vez que llegaba del colegio lo primero que hacía era abrir el cajón de calzoncillos y meter el álbum en el fondo. A veces, cuando su abuela le preguntaba por qué en su delantal abundaban tantas manchas de pegamento, a Joaquín le costaba encontrar una justificación. Generalmente las horas de Tecnología en las que debía realizar distintos tipos de manualidades lo sacaban del apuro.
Nunca, en esos tres meses de colección, mencionó el asunto en la cena. El álbum se lo habían regalado en el colegio, y en su casa no había plata para apostarle a una felicidad de papel. Menos a una felicidad que dependiendo de la suerte y del paquete se transformaba al instante en una decepción económica. Sólo los papás de sus amigos, la mayoría con autos cero kilómetro, podían arriesgarse a invertir dos veces en el mismo número.
Por eso Joaquín no dijo nada, y guardó las sonrisas dentro del armario. Encima, en algún rincón de su inconsciencia, sentía culpa. Estaba muy cerca de lograr un objetivo, y eso en las cuatro paredes donde dormía no era muy frecuente. Era frecuente, en cambio, que volaran platos de vidrio, que una patada de papá le rompiera un colmillo a Tarzán, que mamá volviese de trabajar a las 10 de la noche de todos los sábados, que la abuela hiciese el desayuno, el almuerzo y la merienda los días de semana, y que el abuelo preguntara una y otra vez por Agustina.
Cada vez que le preguntaban por Agustina, Joaquín miraba para otro lado. Quizás miraba para otro lado porque eso hacía ella cuando él la miraba. O cuando a él, en una tarde en la que pintaba con marcadores en la hora de Dibujo, se le ocurrió escribirle una carta para preguntarle si quería ser su amiga. Joaquín no se animó a entregársela personalmente, y mandó a su mejor amigo.
Su mejor amigo, al día siguiente, también era el mejor amigo de Agustina.
Sin embargo, la mañana en la que sus compañeros le anticiparon a Joaquín que el chico de tercer grado lo esperaba en la entrada de los baños, él percibió algo raro. Agustina, sentada dos bancos más adelante, no era de tocarse el pelo. Y ese día estuvo casi 20 minutos jugando con su rodete. Tampoco Agustina era de darse vuelta para pedir ayuda con la consigna de la tarea; no la necesitaba, según profesores y boletines. Y menos que menos Agustina era de darse vuelta y mirar, sin disimulo y con el timbre sonando de fondo, a Joaquín, quien inmediatamente se levantó del asiento como si un relámpago hubiese estallado en sus ojos.
Él ya estaba decidido a salir al recreo en busca de su última figurita cuando de repente vio que Agustina metía la mano en su cartuchera de Las Chicas Superpoderosas para sacar la carta que él le había escrito semanas atrás, junto con un papelito más chiquito, todo arrugado. Un papelito que en realidad era una figurita, y una figurita que en realidad era la 410.
Algo por dentro le dijo a Joaquín que debía quedarse en el aula y revolver en su bolsillo. No para agarrar la plasticola y pegar la última figurita que le faltaba, sino para agarrar el pedazo de plastilina con forma de corazón que había hecho para Agustina.
Cuando Joaquín se lo dio, Agustina sintió algo que luego no supo explicarles del todo bien a sus amigas, algo muy parecido a un relámpago, que la hizo sonreír. Ese día, sin saberlo, Joaquín terminó de llenar un álbum y empezó a llenar otro.
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