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Palmas que rojas arden

Santiago Capriata

Antes de que mendigara comida que lo alimentase y ropa que lo vistiese, de que durmiera 1.000 pesadillas en un orfanato de Londres, y de que abandonara todo tipo de estudios, Charles Chaplin subió por primera vez a un escenario. Lo hizo de prepo, para rescatar a su madre de la vergüenza: en aquella ocasión ella cantaba en un teatro repleto de personas cuando de pronto, se le cortó la voz. Él le sanó el silencio con curitas de grito: su actuación fue tan notable que mientras se cerraba el telón, la multitud le arrojó algunas moneditas para agradecerle su poquita edad y su muchísima gracia. Charles Chaplin tenía solamente cinco años.


Casi ocho décadas más tarde, después de que repitiera hasta 260 veces algunas de sus escenas, de que los trenes se abarrotaran de gente estación a estación por su sola presencia, y de que sus películas fueran consideradas una amenaza para las salas de cine por las risas fervorosas e interminables del público, Charles Chaplin volvió a subirse a un escenario. Ahora lo hizo para recibir un Oscar en honor a su excepcional trayectoria. Los espectadores esta vez no le arrojaron ni una sola monedita. Le arrojaron, todos de pie, 12 minutos de aplausos y más aplausos. Fue la ovación más larga en la historia de los premios.


Y sigue siendo.

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