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Sabía que en diez segundos ella iba a abrir los ojos para ver si seguía despierto.
Él se hacía el dormido porque no quería que ella los abriera y lo atrapara embobado en medio de esa oscuridad que ya era más clara que oscura.
Se hacía el dormido, en realidad, para enfriar la vista. Había descubierto que cuando la miraba fijo y muy seguido sus ojos se le volvían soles, y debía disimular.
Ocho segundos y ella permaneció apagada.
Él despegó levemente las pestañas, apenas, y los ocho segundos se hicieron nueve.
Sospechó que sí, ahora sí, diez segundos, volvería a abrirlos.
Pero no.
Y empezó a transpirar.
Era la primera vez en dos minutos que ella aguantaba tanto tiempo sin verlo.
Once, doce, trece segundos.
Él movió la sábana sin querer pero a propósito para ver si así reaccionaba, y tampoco.
Catorce, quince, dieciséis y los ojos de él empezaron a abrirse un poco más y después mucho y después del todo hasta que la enfocó nítida, quieta, desnuda, a treinta centímetros de distancia.
¡Y zas!
Como si lo hubiera calculado a él, como si hubiese adivinado su juego, ella abrió los ojos bien grandes, ojos en lupa, ojos lechuza, y lo vio a él todo transpirado, completamente tonto.
Ahora -le dijo ella, abrazándolo- contá hasta cien.
En ese momento él sintió que todo su cuerpo era un barquito que flotaba en dos mares de lava, y volvió a cerrar los ojos, pero ya no pudo enfriarse.
Ni en esa segunda noche que pasaban juntos.
Ni en las demás.
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