Desde Barcelona, España.
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Desde arriba, la Sagrada Familia es una gigantesca araña confundida de hábitat.
Desde un costado, un castillo de playa: es como si los apóstoles hubieran dejado caer del cielo chorros de arena mojada.
Y desde adentro brilla como un bosque encantado en el cual el pórfido, el granito y el basalto erigen sus troncos con pelo de ramas.
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A Antoni Gaudí, creador de este monstruo al que le siguen creciendo patas, no se le voló ni un detalle cuando dio la orden: los vitrales están distribuidos en relación a la salida y la puesta del Sol; la fachada de La Pasión, donde Jesús se estira crucificado, luce columnas que simulan ser sus costillas; y hasta miles y miles de ángeles anónimos aparecen tallados como si la Biblia los mencionara en cada página.
Caminar la Sagrada Familia, prueba mayúscula de que el arte existe, es caminar todo el tiempo en una cuarta dimensión.
Antoni Gaudí falleció sin saber que cuando uno se retira de su templo se va con la sensación de que el propio Dios le ha autografiado la visita, aunque crea o no en el trazo de su firma.
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