Desde Barcelona, España.
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En Barcelona, la mayoría de los balcones usa anteojos de tela: cientos de banderas catalanas flamean en lo alto su grito independiente.
Abajo, las esquinas casi siempre están cortadas a cuchillo.
La música de la calle la pone un DJ de plástico: las ruedas de las valijas suenan con más frecuencia que las canciones de Joan Manuel Serrat y las campanas de la Sagrada Familia.
Hasta en las florerías se venden entradas para el próximo partido en el Camp Nou.
Los turistas, mareados por los laberintos de la encantadora Pedrera, no son los únicos que pierden la brújula: también las gaviotas del Mediterráneo sobrevuelan la Plaza Catalunya como buscando un taxi.
En las Ramblas, los caricaturistas pintan los dibujos acariciándolos con la yema de sus dedos.
Cuadra tras cuadra un mendigo se arrodilla en la vereda esperando moneditas mientras que a su espalda, cristal de por medio, un maniquí de Louis Vuitton se hace el desentendido y no lo mira ni para contarle las pulgas.
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