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Guerra

Santiago Capriata

Las vi pasar de refilón, casi imperceptiblemente. Iban en hilera al lado mío, una detrás de la otra, cuidando la caravana. La primera era la que tenía más clases de gimnasio encima: la migaja de naranja que cargaba en su espalda daba fe de eso. La segunda, en cambio, llevaba de sombrilla un pedazo de yuyo. Todas las que le sucedían a la escolta parecían copiarla. Sólo la última, la más chiquitita del grupo, caminaba libre de peso. Y tal vez por arrastrar únicamente inocencia se posó en mi pie derecho y luego avanzó por la rodilla. Pensé que pobre, perdida, había confundido el rumbo. Y la bajé al camino. Al rato, sin embargo, apareció de nuevo. Y pensé que joven, aventurera, no había confundido el rumbo sino que buscaba expandirlo. Y volví a bajarla.


La escena se repitió varias veces hasta que de pronto, por el rabillo del ojo, noté que la chiquitita no estaba sola en eso de escalarme los músculos constantemente: se había sumado, con yuyo y todo, una más. Y así fueron uniéndose poco a poco hasta que su líder, la gimnasta, trepó su migaja de naranja hasta mi panza y clavó bandera. Quieta ella, movió las antenas y esperó. Yo no supe descifrar el mensaje, le corrí la vista y seguí con la novela que leía. Ahora sé que nunca un hombre debe dejar de mirar a una mujer que espera respuesta, por más hormiga que sea. Porque la gimnasta, furiosa con mi desinteresado silencio, movió las antenas pero también las patas traseras, y ésa fue la orden para que sus secuaces hicieran lo mismo que ella y me invadieran entero.


Traté de apartarlas con las manos y los pies pero avanzaron y retrocedieron con una ferocidad que me asustó. Y encima a ese minúsculo contingente de infantería se le alistó otra columna, aparecida de ninguna parte, todavía más veloz y perspicaz. La batalla final duró cerca de un minuto y no tuve otra opción que rendirme. Me levanté desparramando insultos al aire y fue en ese instante que miré hacia abajo para recoger mis pertenencias cuando lo vi: la hormiguita más chiquitita de todas, esa que había iniciado el conflicto, congelaba su cuerpo donde yo había estado sentado segundos antes. Lo hacía pegada a otra hormiga, mucho más grande que ella, también congelada pero con las patitas para arriba.


Ahí me di cuenta de que nadie había ganado la guerra: mi cuerpo se había sentado encima de un hormiguero.


La más chiquitita de todas las hormigas, al ir y venir incansablemente por encima mío, no había pegado un grito de guerra. Había pegado un grito de dolor desesperado, como queriéndome decir "levantate, por favor levantate, que ésa que estás aplastando ahí es mi mamá, y ahora tengo que enterrarla".

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