Desde Glasgow, Escocia.
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A dos horas del arranque del partido, al Celtic Park le dan la espalda: el atardecer está del otro lado del estadio y la entrada es gratis. Todas las personas que andan por ahí apuntan sus cámaras en dirección al sol. Se escuchan tres bocas distintas y tres gritos iguales: "¡Aquí, tickets!". Son los revendedores. La policía les guiña un ojo: acá la reventa de entradas es oficial.
La gente se arremolina alrededor de los puestos de comida. La temperatura no supera los tres grados bajo cero. Vamos en busca de un choripán caliente pero chocamos contra la vidriera de un mostrador sabiendo que en cuestión de segundos se nos caerán los dientes: lo más parecido será una dona helada, chorreando salsa de frutilla en vez de chimichurri.
Las luces del micro del Barcelona titilan acercándose. Las reciben un conjunto de gaitas que van caminando y tocando la bienvenida delante suyo. La mayoría de los hinchas del Celtic espera a Messi detrás de unas vallas. Cuando baja se convierte automáticamente en el último Rey de Escocia.
A 15 minutos del inicio, los asientos todavía respiran tranquilos: casi que no hay cuerpos asfixiándolos. Sin embargo, en tres pitadas de cigarrillo el Celtic Park se convertirá en un león de mil cabezas que rugirá incansablemente.
Sin darnos cuenta terminamos parados en medio de la barrabrava local. Nos miran de reojo. Nos huelen. Nos tocan. Nos dicen: "Aquí el gorro no". El gorro. Llevamos uno con la bandera escocesa. Fruncimos el ceño. "Escocia es mala palabra". Dudamos. Nos preguntamos si verdaderamente estamos en Glasgow, y ahí, en ese instante, como un relampagueo, empezamos a divisar a lo lejos banderas verde, blanco y naranja.
"Escocia es Rangers, nuestro rival. Aquí, Irlanda".
Con los pelos al aire y los colores prohibidos guardados en la mochila, el árbitro da la orden. Otra vez nos tocan el hombro. "¿España?". No, Argentina. "¿Fan del Barsa?". No, Boca Juniors. "Si gritas los goles de Messi...", sonrisa ancha, palma abierta, puño en movimiento y entendemos lo único que se puede entender en ese momento: si gritamos los goles de Messi nos re cagan a trompadas.
Como si el último Rey de Escocia entendiera el veredicto y quisiera probar nuestro amor por él, clava el 1-0. Sale a festejarlo y nosotros guardamos el grito entre las muelas. Somos un señorito inglés que no se mueve.
Para algunos hinchas del Celtic, el gol de Messi significa partido terminado. Encolerizados y rojos de whisky, de furia y de frío se levantan y se van para siempre. El reloj ni siquiera marca los 25 minutos del primer tiempo.
La barrabrava pasará largo rato sin tocarnos el hombro y hasta el final de la primera parte golpeará las chapas del estadio como si fueran bombos, insultando a los que bajan las escaleras en tiempo de descuento para llegar primero a las colas de cerveza.
En la segunda mitad silbarán al árbitro por cobrar un penal inexistente, abuchearán a Suárez por simular, e insultarán a Neymar por pelearse con el santo impoluto de uno de ellos. No sólo lo insultarán. Algunos, al unísono, serán monos gritando "u-u ja-ja". Con el último Rey de Escocia, en cambio, tendrán un poco más de respeto: sólo de vez en cuando rebuznarán como burros.
Ya en el final y con el 2-0 firmado a fuego en la pantalla grande, nos dirigimos a las puertas de salida. Estamos en camino cuando volvemos a sentir que nos tocan el hombro. Rezamos para que no sea el mismo de la sonrisa ancha, la palma abierta y el puño en movimiento.
Pero es.
"¿Argentina?". Sí, Argentina. "¿Maradona?". Sí, Maradona. "Una foto, por favor".
Después de los flashes, la barrabrava del Celtic nos explicará el porqué.
Maradona es enemigo de Inglaterra. Inglaterra es enemigo de Escocia.
O de Irlanda.
Ya nos dará igual cuando el león esconda sus colmillos y cierre su boca detrás nuestro.
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