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Papeles de carne y hueso

Santiago Capriata

Uno va hacia la redacción con una sonrisa ancha que recorre de punta a punta toda su cara. Viaja en colectivo o en subte o en lo que sea sin saber lo que le va a tocar escribir ese día, ni qué palabras va a usar, ni qué título le va a poner a su nota. Antes de las cuatro de la tarde llega a la máquina de siempre o de nunca y la prende tranquilo, delicadamente, bien despacito en medio de una sala repleta de paz y vacía de gente, porque es temprano y los hechos todavía son muy jovencitos como para andar homenajeándolos con renglones de diario. Entonces lee lo que escribió ayer y salió publicado hoy, prepara el mate, mira por la ventana y ve pasar a esos tiernos y agradables pajaritos que cantan anunciando la tormenta. Y la tormenta llega. Porque un rato después, en un tapar y destapar la birome de su bolsillo, el velorio aburrido y silente se convierte en el más ruidoso de los bullicios permanentes. El teléfono que suena. Los chillidos de las puertas. Los pasos que abomban. Los saludos de los compañeros. El distraído que mira la tele. El pasional que grita el gol de su equipo. El inmaduro que revolea papelitos. El concentrado que recorta la entrevista. El mal humor de los diagramadores. La protesta de los jefes. Los hechos que ya son noticias. "La vuelta del histórico Gutiérrez al club de sus amores". El qué carajo pongo. El terror a la página en blanco. La transpiración a mares. Las palabras que no salen. El título que se esconde. La inspiración que llega de a poco. El teléfono que suena. La inspiración que ahora se va muy rápido. El buscar en Internet sobre el histórico Gutiérrez. El Wifi que se cuelga. La computadora que se tilda. El cerebro que explota. La piña al escritorio. El mate que se cae. La concha de su madre. El botón de reiniciar. La inspiración que está volviendo. La inspiración que se queda. Las palabras que fluyen. El título que aparece. El texto acabado. El grabar documento. La victoria en nuestras manos. El festejo eufórico. Las diez de la noche. La jornada que por fin ha terminado. El agarrar la mochila para irse. El teléfono que suena. El saludar a todos. El teléfono que suena. Adiós y chau. El teléfono que suena. Nos vemos mañana. El teléfono que suena. Y que suena. Y que sigue sonando hasta que atendemos al hijo de re mil putas que no para de llamar un segundo, total ya nos vamos:


-Hola, qué tal, le informo que al histórico Gutiérrez acaba de aplastarlo el 124 en la esquina de Corrientes y Ayacucho.


Y cortar. Y revolear la mochila a la mierda. Y pensar en la puta ventana con sus pájaros del orto. Y empezar todo de nuevo. Y darse cuenta, recién a las tres de la mañana del día siguiente, de que su cuerpo todavía respira, de que el mundo gira aún sin el histórico Gutiérrez y de que en el celular tiene un mensaje de hace cinco horas que dice, bien clarito, que los fideos con salsa blanca ya están servidos en la mesa de su casa.

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