
El 2 de noviembre de 1755, en Viena, María Antonieta llegó al mundo junto con un dolor de muelas: minutos antes de que naciera, su madre le pidió a los médicos que le extrajeran un diente que le andaba molestando.
Luego, todo el Sacro Imperio Romano Germánico festejó el parto del decimoquinto hijo de los emperadores Francisco I y María Teresa de Austria.
Fueron ellos, los soberanos, quienes atraparon el rumor del niño prodigio. En 1762 se decía que un tal Mozart, de apenas seis años, tocaba el piano como nadie. Quisieron comprobarlo. Lo invitaron a uno de sus palacios y lo escucharon durante tres largas horas. Cuentan que la niñita María Antonieta quedó enamorada de todos sus dedos, y cuentan también que Mozart sintió lo mismo, aunque por su cuerpo entero. "Me agradaría que te casaras conmigo", le confesó él a ella. María Antonieta sujetó el "sí" a su garganta para más adelante. Pero más adelante, su madre tuvo otros planes: comprometerla con Luis Augusto, heredero al trono de Francia. Meses antes de que sellaran el vínculo, María Teresa obligó a su hija a que estudiara idioma, historia y literatura francesa. Además de preocuparse por su educación, también se preocupó por su sonrisa: desde París, enviaron un dentista para enderezarle la dentadura.
Sin embargo, cuando María Antonieta cruzó la frontera y pisó el territorio de su futuro esposo, las muecas fueron de espanto: lejos de desnudar sus dientes, se abalanzó sobre una de las damas que la estaba esperando y lloró en sus brazos.
Un mes después, el 16 de mayo de 1770, a sus catorce años, se consumó el matrimonio. Después de horas y horas de festejos, los dos novios subieron a la gran cama, ubicada en uno de los tantos salones de Versalles, y corrieron las cortinas. “Nada”, escribió esa misma fecha Luis Augusto en su diario. Nada, nada de nada, pasó entre él y ella en la noche de bodas.
Y en las noches siguientes. Porque por más de que compartieran el lecho, el futuro rey tenía otras prioridades: leer informes sobre los bosques reales, descubrir los escondites de los animales y trazar estrategias de persecución. Ante el desinterés libido de su marido, María Antonieta escuchaba atentamente los consejos de su madre, quien la inducía a "prodigarle más caricias".
Las caricias surtieron efecto, pero ocho años más tarde. Para ese entonces, Luis Augusto ya se había convertido en Luis XVI, y ella era reina de Francia.
El 19 de diciembre de 1778, María Antonieta dio a luz a su primer hijo. Durante el parto, todos creyeron que el bebé había muerto, porque no lloraba. Instantes después, se oyó un grito. El bebé no era un nene, sino una nena. La reina se enteró varios minutos más tarde, porque había perdido el conocimiento. Cuando le informaron el sexo de la criatura, se puso a llorar. Años más tarde, aquella bebé, conocida como "Madame Royale", reconoció: "No amo a mi mamá porque no me presta atención".
A lo que sí María Antonieta le dio excesiva atención fue a la imagen. Amada por unos y odiada por otros, siempre estuvo a la última moda: usó peinados adornados con plumas y cintas que se elevaron hasta un metro de altura por sobre su frente, duplicó el número de caballos de su establo a un total de trescientos, remodeló los jardines del Trianón y adquirió dos pulseras que costaron tanto como una mansión parisina.
Sin embargo, la reina hubiese cambiado todas esas opulencias por el amor correspondido con el conde sueco Axel Fersen, quien no podía llenarle la barriga de bebés, pero sí podía, y más que cualquier otro amante, llenársela de mariposas.
Enamorada del amor, pero sobre todo de los juegos, le pidió a su marido que construyera un pequeño teatro en los jardines del Trianón. La actuación le gustaba tanto como los naipes, la lotería y el gallito ciego. El 1 de junio de 1780 subió al escenario y brindó su primera obra. En las teatralizaciones posteriores, la reina dejó en el ropero las etiquetas de reina: permitió que le volcaran basura sobre su cabeza, y planchó pilas de ropa como si fuera una sirvienta.
El 29 de noviembre de ese mismo año no hubo sirvienta que pudiera consolarla cuando falleció su madre. Ni bien supo la noticia, María Antonieta empezó a convulsionar. Cuando se recompuso quiso satisfacer el deseo de su progenitora, que toda su vida le había pedido un hijo varón. Entonces, intimó más con su esposo. El 22 de octubre de 1781, la monarquía francesa brindó por el heredero al trono. El bebé, llamado Luis José, provocó que en las bocacalles de París se ofrecieran fuentes de vino. Vino que en 1789 terminó convirtiéndose en sangre: es que la tuberculosis recogió del brazo al nene y se lo llevó para siempre. Luis José, a sus ocho años, pesaba ocho kilos. Ocho kilos, con ropa puesta.
Aunque la reina, en ese lapso de tiempo, ya había dado luz a otro niño y a otra niña, pasó noches enteras sin dormir. Nadie podía levantarle el ánimo. Una madrugada observó cómo se apagaban tres de las cuatro velas de su habitación, y dijo: "La desgracia puede hacer que una persona se vuelva supersticiosa. Si se apagara la cuarta vela, lo consideraría un mal presagio". Y la cuarta se apagó.
El país ya estaba en la oscuridad desde hacía rato: el precio de la harina había llegado hasta las nubes, y la gente no dejaba una sola miga en las panaderías. El frío ayudó a empeorar los ánimos: siendo el peor invierno en casi un siglo, las temperaturas superaron los 20 grados bajo cero.
Helada y hambre, haches letales para que el hombre hable: el 14 de julio de 1789, los ciudadanos se apoderaron de 30 cañones y 40.000 armas. Ahora faltaban la pólvora y las balas. Por eso, los insurgentes se dirigieron hacia la fortaleza de la Bastilla. Horas más tarde gritaron victoria con trofeo incluido: varias cabezas clavadas en la punta de sus lanzas.
El temor ante una inminente muerte estimuló a los reyes a huir de Francia: el 20 de junio de 1791, Luis XVI y María Antonieta escaparon del Palacio de las Tullerías. No obstante, en la ciudad de Varennes, a aproximadamente 250 kilómetros de la capital, los descubrieron. Después de un viaje de trece horas en el que sufrieron insultos y escupitajos, regresaron al palacio, en donde ya se hablaba de una República.
En las Tullerías, ahora eran prisioneros: María Antonieta no podía cerrar la puerta de su dormitorio ni siquiera cuando se acostaba. Su perro, que dormía debajo de su cama, le avisaba cuando alguien entraba a la habitación.
No fueron ladridos sino cañonazos los que le informaron a la reina, el 21 de enero de 1793, que Luis XVI había sido asesinado. Los estruendos le sacaron el apetito y también el sueño.
Meses después, la trasladaron a la cárcel de la Conserjería. El calabozo de 15 metros cuadrados en el que transcurrió sus últimos días pronto se transformó en una jaula de zoológico: a cambio de dinero, todo aquel que quisiera ver a María Antonieta detrás de los barrotes podía hacerlo.
El 15 de octubre de 1793, a sus 38 años, la condenaron a muerte por "alta traición". Al día siguiente le cortaron el pelo y también la cabeza. Sobre el cadalso, miles y miles de parisinos vieron esos ojos inyectados en sangre rodar por los suelos.
Dicen que ella nunca usaba dos veces el mismo vestido. En su última mañana quiso recibir a la muerte con ropa de luto, pero le prohibieron el negro. Fue la única vez que María Antonieta confundió de moda y de fiesta: toda de blanco, vestida de casamiento, la última reina de Francia asistió a su velorio.
Comments