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No hay migas en el mantel

Santiago Capriata

Mientras inventaba libros encerrado en su estudio, en la casa familiar sólo podía escucharse la chimenea de su boca. Únicamente los 12 cigarrillos que él fumaba tenían derecho a molestar al aire.


Su esposa y sus seis hijos lo tenían claro: cuando Thomas Mann escribía, todos los pasos debían ser en puntitas de pie.


En 1935, lejos de su casa y de visita en Estados Unidos, el presidente Franklin Roosevelt lo invitó a cenar a la Casa Blanca. El ya premio Nobel de Literatura alemán fue tratado como un jefe de Estado, pero en su diario escribió: "La cena fue mala".


Se dice de Mann que era capaz de derrumbarse anímicamente al descubrir una pequeña grieta en su bastón de marfil favorito, que el talle 3 de su ropa interior le parecía demasiado chico y el 4 demasiado grande, que tenía la capacidad de darse cuenta si una de sus piernas estaba más delgada que la otra, y que le encantaba contemplar joyas.


Como regalo de su cumpleaños número 80 recibió, entre otros obsequios, un lujoso anillo adornado con una pequeña turmalina.


Dos meses después de colocárselo en un dedo, el hombre que vio cómo el nazismo que tanto odiaba confiscaba y convertía una de sus casas en un hotel de gemidos para seguir procreando la "raza pura", que escribió que comería únicamente arroz con tal de que se le fueran los impulsos homosexuales que lo torturaron a lo largo de toda su vida, que sufrió el suicidio de dos de sus hermanas y dos de sus hijos, pero que solía veranear en las playas vestido de traje y corbata, agonizaba en el hospital Cantonal de Zúrich.


Su hija Erika estaba ahí, al lado de su cama, y al tocarle suavemente un brazo escuchó sus últimas palabras.


"Ahora -le dijo él- no estoy para visitas".


El cuerpo de Thomas Mann permaneció tres días en una sala del hospital, esperando su entierro.


El muerto descansaba desnudo, helado, solo.


Con el anillo puesto.

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