
La sombra siempre se despierta igual: después de abrir los ojos
y de terminar de bostezar
las pesadillas o los sueños,
el botón del velador
la descubre desnuda
en la cabecera de la cama.
Y desnuda, ella acompaña a los dientes
a bañarse con dentífrico:
no se le escapa ni una carcajada
ante semejante mandíbula llena de rabia.
También mira en silencio
cómo los pelos de nuestra cabeza
enderezan su esqueleto
y salen como modelitos
a guiñarle un ojo al viento de la calle.
Allí, en la calle, la sombra se cuerpea
con otras sombras como si tuviera un cactus en el pecho,
soporta las bolsas de basura sin taparse la nariz,
practica acrobacias en las paredes de las casas,
fuma el cigarrillo de los caños de escape,
y rompe su cadera en varias partes
cada vez que atraviesa las vías del tren.
Cuando llega la luna, la sombra,
aquel pedacito de sol apagado,
pone en remojo su cuerpo
en la cabecera de la cama
y nos dice "buenas noches",
por si de casualidad escuchamos.
Pero nunca escuchamos.
A la mañana siguiente,
sabiendo su condición
de trapo de piso siempre sucio,
la sombra se levanta temprano
para refregarse nuevamente
en las baldosas de la ciudad
y acompañar nuestro andar.
Qué sacrificio el de la sombra.
Y qué prueba de amor.
Frustrada alfombra mágica
que día tras día resigna su vuelo
para acostarse al lado nuestro
y besarnos los pies,
aunque las suelas de ocasión
tengan mierda de perro
o caramelos de miel.
Comments