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La sombra

Santiago Capriata

La sombra siempre se despierta igual: después de abrir los ojos

y de terminar de bostezar

las pesadillas o los sueños,

el botón del velador

la descubre desnuda

en la cabecera de la cama.

Y desnuda, ella acompaña a los dientes

a bañarse con dentífrico:

no se le escapa ni una carcajada

ante semejante mandíbula llena de rabia.

También mira en silencio

cómo los pelos de nuestra cabeza

enderezan su esqueleto

y salen como modelitos

a guiñarle un ojo al viento de la calle.


Allí, en la calle, la sombra se cuerpea

con otras sombras como si tuviera un cactus en el pecho,

soporta las bolsas de basura sin taparse la nariz,

practica acrobacias en las paredes de las casas,

fuma el cigarrillo de los caños de escape,

y rompe su cadera en varias partes

cada vez que atraviesa las vías del tren.


Cuando llega la luna, la sombra,

aquel pedacito de sol apagado,

pone en remojo su cuerpo

en la cabecera de la cama

y nos dice "buenas noches",

por si de casualidad escuchamos.


Pero nunca escuchamos.


A la mañana siguiente,

sabiendo su condición

de trapo de piso siempre sucio,

la sombra se levanta temprano

para refregarse nuevamente

en las baldosas de la ciudad

y acompañar nuestro andar.


Qué sacrificio el de la sombra.

Y qué prueba de amor.


Frustrada alfombra mágica

que día tras día resigna su vuelo

para acostarse al lado nuestro

y besarnos los pies,

aunque las suelas de ocasión

tengan mierda de perro

o caramelos de miel.

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