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Olfato

Santiago Capriata

Fue una vaca la que le anunció a Charles Darwin que la naturaleza y él llevaban la misma sangre. Una mañana estaba sentado sobre las rodillas de su hermana Caroline cuando de pronto, por la ventana de su casa en Shrewsbury, vio pasar una vaca. Él se asustó tanto que pegó un salto. Caroline, que pelaba una naranja, le clavó el cuchillo. La herida rápidamente se transformó en cicatriz: Charles Darwin, de tan sólo cuatro años, ya tenía tatuado el destino.


Tiempo después ingresó al colegio. Por el contenido de las materias y el comportamiento de los alumnos, Charles salía disparado del establecimiento cada vez que se abría la puerta: en las mochilas de sus compañeros no sólo encontraba cuadernos llenos de letras. También encontraba pistolas llenas de balas.


El susto lo curó coleccionando insectos muertos.


Se interesó con tanta devoción en ellos que luego montó un laboratorio con su hermano Erasmus en el parque de su casa. Allí realizó los primeros experimentos y recibió los primeros aplazos: el director de su escuela, al enterarse de sus hobbies científicos, le dijo que perdía el tiempo en "temas sin interés".


Lo cierto es que el interés, en Charles, no permitió siquiera un recreo: además de los insectos muertos, pronto puso la mira en los animales vivos. Cazar pájaros, liebres, perdices y urogallos le despertaba una excitación tan grande que, antes de irse a dormir, dejaba las botas de caza al lado de su cama para no perder tiempo a la mañana siguiente. Sin embargo su padre, quien a Charles lo consideraba bueno "sólo para atrapar ratas", trazó otros mapas. A los 16 años lo mandó a Edimburgo a estudiar medicina. Allí Charles duró dos otoños y fracasó en el intento. Entonces lo envió a Cambridge a aprender teología, donde volvió a fallar: en vez de sentar los ojos en los manuales de estudio, Charles los sentó en el Blackjack y en el whisky. A su perrita, mascota de esos días, la llamó "Safo".


Seguía zafando y eludiendo las obligaciones cuando llegó el sobre.


El capitán Fitz Roy buscaba un acompañante para su viaje al fin del mundo a través del bergantín Beagle, y Charles, que solía meterse escarabajos en la boca con tal de no perderlos, no dudó. Estuvo casi cinco años explorando las costas de Sudamérica, Oceanía y África mientras padecía los mareos de las aguas oceánicas, se deslumbraba con las boleadoras de los gauchos argentinos, caminaba a lomo de tortuga en las Galápagos, le tiraba de la cola a las iguanas para estudiar su reacción, y se repugnaba al hallar, colgados de los árboles, a indígenas con las pieles disecadas.

Cuando retornó a Inglaterra, a los 27 años, saludó a la ciencia con una valija repleta de seres vivos y muestras geológicas.


Demoró otras dos décadas en publicar "El origen de las especies", que lo escribió con las manos temblando: a medida que iba formulando las hipótesis de que La Tierra no tenía unos pocos miles de años sino muchos millones, de que los seres vivos no eran inmutables y de que el hombre compartía árbol y rasgos con el mono, Charles confesó en una carta que sentía que estaba "cometiendo un crimen".

Años atrás, antes de que se incorporara al Beagle, Fitz Roy dudó en llamarlo. El capitán de la embarcación casi se arrepiente de subirlo a bordo porque había estudiado las proporciones faciales de las personas y había una cosa en Charles que no le gustaba.

No le gustaba la forma de su nariz.

Cuando finalmente "El origen de las especies" salió a la luz, los detractores más encarnizados de su obra lo trataron de mentiroso y delirante, lo dibujaron burlescamente con cuerpo de chimpancé y juraron con los dedos muy firmes que su libro era "como inhalar gas tóxico".

Fitz Roy lo supo antes que el resto de la humanidad.


Charles Darwin no mentía.

En todos esos años, la nariz nunca le había crecido.

2 commentaires


Invité
13 févr. 2022

Gracias otra vez!

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Invité
13 févr. 2022

Uno de los mejores!!! Excelenteee.

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